Otoño. De anclajes, despedidas y divorcios.



Este año el otoño llego sin hojas muertas que barrer con el rastrillo,  sin la canción para dos caracoles que van a un entierro, sin Prevert. No he visto a los pájaros  desayunando sobresaturando los arboles de camino a la escuela de mis peces como el año pasado, ni el aire fresco muy temprano en la mañana.

Es curioso que cada año al inicio del otoño hay movimientos telúricos sustanciales por estos terrenos,  vientos nuevos, replanteamientos y ajustes, fantasmas de otros que dejan pétalos marchitos y cuestionamientos,  y dulces despedidas con sabor a zarzamora. Los alegres arlequines picassianos crecen y van dejando sus rombos regados, Romeos que navegan a puertos  buscando anclajes,  mientras unas Julietas buscan librarse otras se atan a las delicias de la secundariedad, y un divorcio en la puerta que me lleva a ver a la Bufa desde la terraza de suelo rojo de un tercer piso del callejón del Mante de una pintura que contiene la misma lavadora que uso hoy.

Este otoño no se decide a soltar la humedad, no todavía, y frente a las madejas de hilos que se entrecruzan quedo  admirada de todo lo que se ha construido, se reconstruye, renace o muere por completo y así nos vamos transformando por dentro. Así es la vida con todas las frutas y flores, con todo lo natural.

Es ya otoño, y en esta mañana contemplo solo por un ratito solo la rotación en los  engranes que viven dentro de mi cuerpo antes de empezar el día, al estilo de una naturaleza muerta de Thomas Hauser.

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